Hace dos años escribía mi primer artículo en solitario para Alaya reflexionando sobre la esencia del juego infantil gracias a una de esas experiencias que alimentan el alma, un viaje de voluntariado a una escuela infantil en Nepal.

Hoy, me gustaría volver a compartir uno de esos viajes que te hacen reflexionar sobre la educación, pero también sobre la vida y lo esencial de la misma. Y me permito el lujo de escribir desde lo más personal, desde la emoción y no tanto desde la cabeza… estando agradecida a quienes lean estas líneas.

Hace pocos días volví de El Aioun, uno de los campamentos de refugiados saharauis que se encuentra desde hace más de 40 años en parte del desierto argelino en calidad de “pueblo olvidado”. Un lugar más que infertil, con muy duras condiciones de vida, habitado por un pueblo fuerte, luchador y con una esperanza que todavía hoy, y a pesar de todo, no ha desaparecido. La esperanza de volver a su tierra.

Una de las cosas que más me llamó la atención es que las más de 176000 personas que viven en el desierto como refugiadas de guerra en los diferentes campamentos del Sahara tienen como prioridad absoluta la educación de sus niños y niñas, porque de verdad creen que la educación puede cambiar el mundo.

Sorprende que tras un conflicto bélico en el que familias enteras tienen que cruzar a pie cientos de kilómetros para encontrar refugio en el desierto, una de las pocas cosas que conservan durante su viaje sean unas pequeñas tablillas y tizas para que niños y niñas, de futuro incierto, continúen formándose. Y es que la educación es muy importante, porque te hace libre. Y la libertad en el Sahara está muy cotizada.

El sistema educativo saharaui, totalmente gratuito, es uno de los aspectos de esta cultura donde no existen las diferencias de género. A pesar de no ser obligatorio ir a la escuela todas las familias viven como una obligación moral dotar a sus hijos e hijas de una educación, y valoran mucho el esfuerzo y los buenos resultados escolares.

Y permitidme que me sorprenda cuando hablo de escolarización plena en un lugar en el que hay días en los que el polvo a penas te deja caminar entre las jaimas, un lugar donde la temperatura llega a los casi 60º en los meses de verano, un lugar donde una pequeña tormenta se lleva tu casa, un lugar donde el agua escasea y la alimentación es de baja calidad, donde los niños y niñas caminan cada día hacia la escuela, todavía hoy con un futuro incierto.

Con gran ilusión llené mi maleta de bonitos proyectos que contar, porque mi cometido allí era colaborar en un proyecto de formación de 36 maestras de escuelas infantiles, de primaria y secundaria.Tenía que compartir experiencias de participación de toda la comunidad educativa dentro de las aulas, de manera que les ayudara a conocer otros modelos educativos para dar un impulso a su tradicional sistema. Era fundamental intentar que hicieran redes de apoyo entre ellas y que se abrieran a la colaboración con las familias.

Y llegó el día de compartir. Y llegó el día de agradecer. De agradecer el que estuvieran allí… Mujeres que llevaban a sus espaldas el haber sostenido la dureza de la guerra; mujeres que habían construido hogares donde la mayoría sólo pensó que se recogería muerte; mujeres que no habían elegido ser maestras, simplemente les había tocado en el reparto de profesiones; mujeres que se levantaban temprano cada día para atender a sus hijos e hijas, la casa, la comida y después caminar hacia la escuela (algunas de ellas durante más de hora y media) para escucharme; mujeres que posiblemente la mejor comida que tuvieran en el día fuera la de esos días de escuela junto a otras muchas mujeres como ellas; mujeres valientes, mujeres todavía con fuerza para querer cambiar un sistema educativo y darles lo mejor a sus niños y niñas, y es que lo mejor que tienen allí está, indudablemente, en la calidad de las personas y la comunidad que generan.

Y yo, con mis proyectos en la mochila, desde el primer día sólo pude agradecer desde la humildad y el respeto a este pueblo la oportunidad que me brindó la vida. E intentar ofrecer un espacio de aprendizaje en el que fueran sólo ellas, sin labores, sin cargas, sin miedos, sin penas. Sólo ellas. Un espacio en el que volvieran a jugar como cuando eran niñas, en el que contásemos cuentos, en el que soñásemos con espacios para jugar, en el que riéramos mucho, porque eso sí, la sonrisa nunca la han perdido.

Es difícil imaginar una revolución educativa en un lugar en el que las jaimas volaban por los aires con las tormentas de arena; Y donde después, las casas de adobe desaparecían bajo las pocas gotas que cayeran en el desierto pero un lugar donde a día de hoy levantan sus casas con ladrillos resistentes… Un lugar donde la revolución educativa tiene que venir desde la misma fuerza, desde la mirada de un pueblo que lucha, que aprende y se reinventa cada día. Un lugar donde en las puertas de sus escuelas se habla de libertad, y de la importancia de la educación para cambiar el mundo.

Estoy segura de que me traje más de lo que dejé… y sólo puedo agradecer a estas 36 mujeres todo lo que aprendí de ellas y junto a ellas.

Y como decía al principio, esto iba un poquito de educación y un mucho de vida.

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